El golpe de estado en Ecuador
Ecuador, 5 de octubre de 2010 | Crónica | Miguel Guaglianone.
El golpe de estado intentado en Ecuador el día jueves 30 de septiembre ha convulsionado nuevamente las aguas de nuestro más que fluido proceso político-social latinoamericano. Lo que comenzara al principio de ese día como una aparente manifestación de protesta de la Policía Nacional contra una ley que iba a aprobar el Congreso, y que supuestamente les quitaba derechos laborales, se fue transformando rápidamente en una convulsión política que amenazó la propia vida del presidente Rafael Correa y apuntó hacia la caída del proyecto de Revolución Ciudadana que su gobierno está llevando adelante. El factor que rápidamente desenmascaró las intenciones de los golpistas fue su repetida respuesta violenta ante cada intento de llegar a un acuerdo. Rafael Correa fue agredido físicamente cuando intentaba un diálogo con los alzados, y cuando fue llevado al hospital policial (todos los hechos se realizaron en un área de unas pocas cuadras, en el centro colonial de Quito); la policía rodeó el edificio y aislándolo, tomó prisionero al presidente. Cuando el pueblo intentó romper el cerco establecido por la policía y rescatar a Correa, fue salvajemente reprimido.
Durante varias horas el presidente retuvo el operativo comando para rescatarlo que llevarían a cabo las fuerzas armadas, intentando en tres ocasiones llegar a un diálogo con unos representantes policiales que planteaban unas demandas que un gobierno establecido no podía admitir. Finalmente, la resistencia de extrema violencia por parte de la policía al operativo militar de rescate que finalmente se llevó a cabo, con una intensa balacera que dejó muertos y heridos y puso a todos en peligro, incluyendo al presidente, mostró (junto con las acciones anteriores) como las intenciones de los amotinados estaban mucho más allá de una mera reivindicación laboral, que existía un operativo combinado (la policía –o la fuerza aérea, todavía no está claro quien lo hizo– tomó además los aeropuertos que estuvieron varias horas inoperantes). Si a eso se le agrega que el ex presidente Lucio Gutiérrez realizó unas declaraciones explosivas durante los primeros acontecimientos, que su abogado encabezó el intento policial de tomar la Televisora Nacional y que al mismo tiempo se realizaron saqueos en varias ciudades del país, quedó conformado el cuadro de una conspiración orquestada para tomar el poder.
Geopolítica latinoamericana y golpes de estado
Desde la guerra de la independencia, el poder establecido en los nacientes estados latinoamericanos fue apropiado por las distintas oligarquías y aristocracias de cada una de las nuevas naciones. A partir de la enunciación de la Doctrina Monroe en el siglo XIX –pero fundamentalmente durante el siglo XX cuando se consolidó la acción imperial de los Estados Unidos– el estado norteamericano y sus centros de poder se aliaron de hecho (y a veces de derecho) con esas clases dirigentes latinoamericanas, para mantener el control de su “patio trasero”, la región que por ser parte del continente americano, consideraron siempre de su propiedad. A lo largo del tiempo y en las diferentes regiones de Latinoamérica, esa alianza se ha manifestado a través de distintas maneras y ha producido diferentes acciones, todas apuntando hacia el control de nuestros pueblos y a la apropiación de nuestros recursos naturales, dejando por supuesto en el camino la ganancia necesaria (en dinero o poder) para nuestras clases dominantes locales.
Durante todo este tiempo, para cada lugar y para cada escenario político esa combinación clases dominantes↔poder central norteamericano ha cristalizado en distintos tipos de medidas y acciones, que van desde el triunfo por elecciones de los partidos políticos tradicionales hasta la invasión descarnada (Cuba 1906,1961, Grenada 1983, Guatemala 1954, etc.), o los golpes de estado dados por un poder local, apoyados en diferentes grados desde la metrópoli (desde el asesoramiento hasta la participación directa).
Luego de la Segunda Guerra Mundial, la mayor parte de los países latinoamericanos (los que no estaban ya bajo el dominio de una dictadura, generalmente unipersonal o familiar) establecieron “democracias liberales” o “representativas”, con predominio del bipartidismo, aliado siempre a los intereses de las clases dominantes en cada país y al poder central. En la década de los sesenta, cuando de alguna manera se generalizó la decepción en el sistema implantado luego de la Segunda Guerra, comenzaron a surgir en Latinoamérica movimientos de liberación, que al verse impedidos de llegar al poder por elecciones, absolutamente controladas por los partidos tradicionales y el status quo imperante, emprendieron la lucha social de protesta y en muchos casos la lucha armada, dentro de la táctica que el Che llamó la “creación de dos, tres, muchos Vietnam”.
Cuando las “democracias representativas” se empezaron a mostrar incapaces de detener a los movimientos de liberación, se desataron en cadena los golpes de estado que entronizaron dictaduras militares, instaurando sistemas autoritarios de nuevo cuño, ya que los existentes hasta entonces en América Latina eran casi siempre comandados por individuos (caudillos militares en la mayoría de los casos). Estas nuevas dictaduras impusieron en casi todos los casos una especie de “mandos colectivos” (Brasil en 1964, Bolivia en 1971, Chile y Uruguay en 1973, Argentina en 1976) aunque a veces alguna de sus figuras militares se destacara. Todos estos golpes de estado contaron con el decidido apoyo del poder central. El Departamento de Estado, la CIA, el Pentágono y las agencias de financiamiento norteamericanas intervinieron en mayor o menor grado en la instauración de los regímenes militares. Este apoyo estuvo inspirado en ese entonces en la “Teoría del Dominó” establecida por Henry Kissinger, dentro del marco general de la Guerra Fría.
Luego, entre los 80 y los 90, esas dictaduras fueron cayendo por su propio peso (en la mayoría de los casos por el descrédito y la ineficiencia de su gestión) dejando paso en algunos lugares a lo que un filósofo uruguayo ha llamado las “democracias autoritarias”.
Sin embargo a principios del siglo XXI, junto a la inexorable decadencia de los partidos políticos tradicionales, quienes después de los períodos dictatoriales se mostraron incapaces de generar nuevas alternativas, aparecen en la escena latinoamericana los nuevos movimientos sociales, que ya no estarán conducidos ni generados por “vanguardias iluminadas” (como se pretendía en los años 60) sino que nacen del propio seno de los pueblos y provocan sismos y remezones en nuestras sociedades. Estos aluvionales movimientos sociales han aprovechado el sistema de elecciones para llevar al gobierno en varias naciones a outsiders, líderes de un nuevo cuño, no asociados a la política tradicional en decadencia, los que (con Venezuela como pionera) comenzaron a llevar adelante profundos cambios sociales y nuevas políticas de estado autónomas de los poderes tradicionales (oligarquías y EE.UU.). Tres países han realizado ya procesos constituyentes, generando modificaciones de fondo en la estructura legal de sus estados (Venezuela, Bolivia y Ecuador) y mientras tanto en otros países de la región han llegado al poder por elecciones movimientos políticos o líderes de centro-izquierda, que si bien no están proponiendo reformas de fondo, se han plegado y han impulsado al movimiento de integración del continente, e intentan gobiernos con preocupación social y aspiraciones de justicia.
Esto ha significado un retroceso evidente en la última década del poder de las clases dirigentes latinoamericanas y de la influencia de los Estados Unidos en la toma de decisiones en nuestros países. La asistencia norteamericana se ha materializado actualmente sobre todo en aquellos países donde todavía la derecha mantiene el control (Colombia, Perú) y por supuesto el resto de su esfuerzo está orientado al estímulo, la promoción y el apoyo –otra vez– de la desestabilización y de nuevos golpes de estado, en aquellos lugares dónde han perdido el control de las urnas o de la fuerza.
Los nuevos golpes
Este último fenómeno se ve concretado cuando se producen en nuestro continente una serie de intentos de toma del poder de facto, que comienzan con el golpe fallido en Venezuela en 2002, prosiguen con el intento secesionista abortado en Bolivia en 2008, el llevado a cabo con éxito en Honduras en junio de 2009 y ahora en 2010 con este nuevo intento fallido en Ecuador.
Vamos a estar claros, no es real la explicación simplista que considera estos sucesos como parte de un orquestado plan sesudamente elaborado y manejado desde Washington.
Lo que realmente existe es una estrategia de apoyo y promoción por parte del poder central, que funciona a múltiples niveles, que comprende acciones tales como la creación de matrices de opinión a ser reproducidas globalmente por la red de medios corporativos, la financiación a través de diferentes organismos de todo lo que pueda significar una fuerza de desestabilización en los países reacios, la influencia militar directa que todavía se conserva sobre parte de las fuerzas armadas de la región (luego de 40 años de adoctrinamiento a través de la Escuela de las Américas), las variadas asesorías en diferentes áreas, el trabajo que realizan las agencias de inteligencia a través de las embajadas norteamericanas, el trabajo de infiltración diplomática por la misma vía, y varias otras actividades más. Todas estas pujanzas están actuantes en nuestro continente, producto de una estrategia general, y se influencian mutuamente en cada país con las diferentes fuerzas locales retrógradas que intentan restituir el poder de las clases dominantes, o instituir algún grupo social específico en el control de los estados. La interacción y retroalimentación de todas estas variables, en determinado momento, cuando se vuelve factible, cuaja en el hecho de un golpe de estado, cuyo resultado será su triunfo o fracaso, de acuerdo a la resultante en ese momento de las múltiples fuerzas en juego.
Nada más clarificador que lo recién sucedido en Ecuador para mostrar el aspecto caótico de nuestros procesos sociales. Obsérvense estos factores que mantuvieron en todo momento un alto grado de indeterminación. El presidente estuvo retenido en el Hospital de la Policía durante varias horas, el Poder Ejecutivo, en comunicación telefónica con el primer mandatario estableció el estado de excepción, que según las leyes de Ecuador hace a las fuerzas armadas las responsables de mantener la institucionalidad y el orden interno. Sin embargo las fuerzas armadas no intervinieron hasta muchas horas después, y a pesar de la declaración del presidente de que había mantenido en suspenso la orden de iniciar el operativo de rescate para intentar negociar con los alzados, la primera declaración del comandante de las fuerzas armadas en medio de todo el proceso fue bastante ambigua, hablando de mantener la ley y la institucionalidad (pero sin nombrar a su jefe, el presidente) y a la vez emitiendo una opinión política sobre la conveniencia de no aprobar la ley que era el pretexto para el alzamiento policial (opinión totalmente insólita para un militar en esa situación). Igualmente, la tensión provocada por el constante intento del pueblo manifestando e intentando llegar hasta el hospital, y la policía alzada reprimiéndolo con todo tipo de gases, palos y piedras., se mantuvo durante varias horas sin que hubiera una definición sino un tira y afloje de fuerzas encontradas. Finalmente, el operativo de rescate, la intensa balacera que fue transmitida en directo por algunos medios de comunicación al mundo y la gran violencia del episodio final, que podría haber culminado de múltiples formas (imaginemos que una de las balas que perforó el vehículo en el cual estaban sacando del hospital las fuerzas armadas a Rafael Correa le hubiera impactado con resultado fatal, ¿cuál hubiera sido entonces el desenlace de todo el episodio?). Podemos unir a toda esta indefinición lo sucedido con los aeropuertos, que estuvieron fuera de servicio por varias horas, cortando el ingreso y egreso de personas al país. Así podemos ver cuánto estuvo toda consecuencia posible, dependiente de una concatenación de circunstancias no predecible, y cómo sólo la combinación de los diferentes factores variando en cada momento, dio el resultado final favorable a la causa de los pueblos latinoamericanos.
La nueva cara de los golpes
El golpe de estado tradicional es una figura clásica, de libro. Tanto así que tiene su definición teórica en el idioma de la diplomacia, el francés: coup d’état. Su fórmula es simple: una fuerza no legítima, que puede tener algún componente civil, pero que se basa siempre en el poder de las armas del estamento militar, realiza un operativo que destituye al poder constituido y lo remplaza por uno de su propia decisión. El golpe de estado tradicional por lo tanto es sobre todo un movimiento de fuerza militar.
Sin embargo, esta serie de golpes de estado del siglo XXI en América Latina, aparece con nuevas características.
En el golpe de estado tradicional, el operativo militar incluía generalmente la toma de los medios de comunicación, estableciendo férreas censuras para proteger su acción. Hoy descubrimos que los medios masivos de comunicación son una parte importante del propio golpe. Ya ha sido suficientemente estudiada y difundida la forma en que actuaron en 2002 los medios de comunicación en Venezuela, constituyéndose en una parte esencial del golpe (papel que fue desde la creación de videos que mostraban hechos que nunca fueron reales, hasta el silencio mediático absoluto ante el reflujo que revirtió el golpe de estado). En el caso de Ecuador, pudimos oír al periodista de Teleamazonas, que estaba en el lugar dónde estaba retenido Rafael Correa, declarando al mundo que “el presidente no estaba prisionero, simplemente no se había querido retirar del hospital” mientras la policía mantenía un cerco armado y reforzado con gases y piedras alrededor del edificio que impedía la salida o el acceso al mismo. O el intento por parte de los conspirados por silenciar la televisora estatal, que estaba transmitiendo en directo todo el desarrollo de los eventos. En Venezuela (y en todas partes del mundo), la gran prensa y las televisoras corporativas optaron por la minimización o la invisibilización de los sucesos, y gran parte de ellos siguen negando el golpe de estado y hablando de “protestas laborales”, a despecho del saldo de muertos y heridos que dejara la intentona (de la misma manera que todavía hablan del golpe de estado de 2002 contra el gobierno bolivariano como un “vacío de poder”). La creación de una “realidad virtual” que apoye el proceso del golpe (que sea una parte integral del mismo) es el nuevo rol de los medios.
La otra cosa que parece ser un elemento diferente en estos golpes de estado de la nueva era, es que algunos de ellos no se dan con el apoyo directo de la fuerza militar. En el caso de Venezuela en el 2002, los militares que intentaron el golpe (altos oficiales) descubrieron rápidamente que no tenían una tropa que los siguiera, que todo su poder había sido mediático o simbólico. En el caso de Ecuador, aunque podamos hablar de una cierta reluctancia de las fuerzas armadas a actuar con presteza protegiendo al presidente, o de la indefinición sobre quién tomó los aeropuertos; la fuerza de choque que intentó el golpe estuvo constituida por parte del cuerpo policial , y aparentemente infiltrados civiles o paramilitares. Las fuerzas armadas finalmente respondieron a la institucionalidad. Algo similar sucedió con el intento secesionista en Bolivia, dónde las fuerzas armadas no se plegaron al movimiento organizado por las oligarquías de los estados secesionistas, que contaban también con el apoyo de algunas policías locales.
Igualmente, la intervención masiva del pueblo en las calles (y su escasa participación en el momento del golpe en el caso de Honduras) ha constituido un factor nuevo en estos escenarios, en los cuales tradicionalmente los protagonistas eran solamente los poderes constituidos y los alzados, factor que aparentemente se ha convertido en determinante para el resultado final de los acontecimientos. Finalmente, una nueva velocísima respuesta de la UNASUR (como ya lo hiciera en el caso del intento secesionista en Bolivia) ha mostrado como los sistemas de integración que se están implementando rápidamente en nuestro continente, son ya algo más que una aspiración, tienen la consistencia de una fuerza concreta.
En definitiva, los nuevos tiempos nos están trayendo golpes de estado de nuevas formas y nuevo estilo. Habrá entonces que prestar atención a algo más que a los movimientos dentro de los cuarteles, si queremos estar prevenidos de futuros intentos.
Las derechas no descansan
Las consideraciones finales tienen que ver con un cierto aire de lamento que hemos percibido en algunos compañeros de lucha frente a la persistencia de estos intentos de golpe. Debemos tener bien claro que las derechas no descansan. La presión para volver a retomar lo que están perdiendo seguirá siendo constante. Estamos inmersos en un inmenso sistema de Ying y Yang, donde la única manera de lograr que todo el sistema se desplace en dirección hacia un mundo mejor, será nuestra persistencia colectiva para crear, mantener y desarrollar todos los días las fuerzas del cambio.
Esa es la tarea que nos toca.
miguelguaglianone@gmail.com
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