SALT (Girona), 16 de febrero de 2011 | Cartas al Director | Jesús Martínez Madrid
La libertad religiosa, que reclamamos los católicos para todos los hombres, no se puede confundir con el fanatismo o el fundamentalismo. Tampoco con el indiferentismo religioso, como si todas las religiones fuesen verdaderas. El fanatismo -que puede ser religioso o antirreligioso- y el laicismo, son formas extremas de rechazo del legítimo pluralismo y del principio de laicidad. Por eso, ningún ordenamiento jurídico, sea a nivel nacional o internacional, puede consentir o tolerar el fanatismo religioso o el fanatismo antirreligioso, pues no tutelaría la justicia y el derecho de cada uno.
En este contexto se comprende bien hasta qué punto es necesario reconocer una doble dimensión en la unidad de la persona humana: la religiosa y la social. Se comprende también que sea inconcebible que los creyentes tengan que suprimir una parte de sí mismos -su fe- para ser ciudadanos activos. Tiene toda la razón Benedicto XVI cuando asegura que “nunca debería ser necesario renegar de Dios para poder gozar de los propios derechos”.
El intento de construir una pacífica convivencia sobre el soporte del relativismo moral es pura ilusión. Más aún, es el origen de la negación de la dignidad de los seres humanos. De ahí que la libertad religiosa sea camino para la paz. Es decir, camino para un estado de cosas que no es simple ausencia de guerra, ni mero fruto del predominio militar o económico, ni consecuencia de astucias o hábiles manipulaciones. La paz es el resultado de un proceso de purificación y elevación cultural, moral y espiritual de cada persona y de cada pueblo, en el que es respetada plenamente la dignidad humana. En un mundo globalizado como el nuestro la libertad religiosa es, por tanto, arma de la auténtica paz y permite alimentar la esperanza de un futuro de justicia, en el que se superen las graves injusticias y miserias materiales y morales.
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