Málaga, 13 de febrero de 2011| Cartas al Director | Pepita Taboada Jaén
Hace algunos años me llamó la atención una experiencia norteamericana que puso en marcha un servicio telefónico en Los Angeles para que cualquier persona pudiera confesarse por el precio de una simple llamada.
La empresa organizadora recibía diariamente una media de 200 llamadas y cada comunicante en el espacio de 60 segundos hacía su confesión de forma anónima. Los responsables de la línea contaban que los que llamaban eran personas que necesitaban desahogo abrumadas por el remordimiento y allí salían a relucir todas las miserias; robos, asesinatos y, sobre todo, adulterios, o sea, que el adulterio era el pecado que más frecuentemente confesaban los que llamaban a dicho servicio.
Dado el éxito de esa iniciativa, un psicólogo de la Universidad de California en Los Angeles explicaba los motivos de estos arranques de sinceridad: “En momentos de crisis, una persona desesperada puede abandonar sus inhibiciones y romper las defensas de su intimidad.”
Está claro que esas personas no deseaban contar su problema públicamente y acudían a ese servicio como simple válvula de escape, querían descargar su conciencia de una forma individual y secreta.
Las operadoras de la citada línea telefónica comprobaban que muchos comunicantes expresaban, a veces de modo patético, su deseo de ser perdonados.
Ahora bien, el teléfono puede proporcionar desahogo, pero no perdón.
Distinto es la confesión sacramental que existe en la Iglesia Católica. Además de alivio da la seguridad de ser absuelto de las propias culpas, si está arrepentido de ellas. Y no por el precio de una llamada telefónica sino completamente gratis.
En la actualidad me ha llamado también la atención –y es lo que me ha animado a escribir este artículo- la noticia de que igualmente en Estados Unidos, concretamente en Washington, y esta vez por iniciativa de la Jerarquía eclesiástica, se ha difundido a través de carteles colocados en vallas publicitarias, reparto de folletos, pegatinas, etc. la necesidad de la confesión sacramental como remedio para obtener el perdón de Dios, tal como lo aseguró Jesucristo.
Los católicos saben o deben saber que el sacramento de la Penitencia nos habla de la actitud misericordiosa de Dios sobre el hombre y esta actitud se expresa también en la universalidad del poder otorgado solo a los sacerdotes: ningún pecado queda exceptuado. Y el perdón proporciona paz y alegría.
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