Valencia, 18 de marzo de 2010 | Cartas al Director | Isabel Planas
El psiquiatra José Cabrera ha declarado que los niños in vitro, cuando crecen “sufren una depresión permanente o al menos una tristeza generalizada por el modo de haber sido concebidos, ausente el acto de amor que sería propio”. Si ha intervenido el semen de un donante, “se les condena a la orfandad, se preguntan por sus raíces y si no habrán sido fabricados para cubrir una necesidad obsesiva”. La industria de la reproducción asistida mueve millones de euros para imponer la pobreza emocional perpetua, cuando no malformaciones y secuelas a los niños así concebidos, por un deseo, erigido en derecho que mina el futuro de los menores. Un ejemplo es el de Katrina Clark quien afirmaba haberse sentido “rara” al saberse persona-probeta: “Una sensación de vacío cayó sobre mí. Me di cuenta de que nunca tendría un padre” Otro caso es el de Margaret Brown que alegaba: “Soy una persona que nunca conocerá la mitad de su identidad”. Eliminar a Dios del acto supremo creador del que el hombre, desde su amor, es capaz, trae graves consecuencias en su progenie.
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