Madrid, 28 de abril de 2011 | Opinión | Clemente Ferrer (*)
"Es importante subrayar que el suicidio es un acto morboso, decadente y cobarde", afirmó el director de cine alemán Oliver Hirschbiegel.
Antes de la catástrofe natural que ha arrasado Japón, era el país con el índice más elevado de inmolaciones del mundo, con más de 35.000 suicidios cada año. En el país del sol naciente, una persona se quitaba la vida cada 15 minutos.
A través de Internet, los llamados "pactos de la muerte colectivos", se estaban convirtiendo en una epidemia entre los jóvenes japoneses.
El primer suceso tuvo lugar en la localidad de Minano, próximo a Tokio. Dentro de un automóvil se encontraron los cadáveres de cuatro chicos y tres chicas que habían inhalado monóxido de carbono, más conocido entre los nipones como "la muerte dulce". Posteriormente, seis jóvenes acabaron con su vida, también de forma colectiva, en Fukuoka, en el extremo sureste.
“El mayor de los delitos es el suicidio, porque es el único que no tiene arrepentimiento”, afirmó Alejandro Dumas.
Por otra parte, el estudio de la Oficina Nacional de Control de la Drogadicción de Washington, declara que los alcaloides pueden producir daños como zozobra, melancolía, brotes psicóticos o tendencias al suicidio.
En 2007, la actriz británica Emma Beck de 30 años, abortó. Se suicidó, aliviándose al dejar a sus parientes una patética carta: “La vida es un infierno para mí, yo nunca debería haber abortado, habría sido una buena madre. Quiero estar con mi bebé, necesita de mí, más que nadie”.
Vivimos en una cultura de la muerte aunque esté oculta tras los ropajes del consumo y del bienestar. Basta profundizar un poco para que esta indigencia moral se presente tal como es, con un egoísmo feroz, una violencia agresiva y el poco respeto por la vida, que es un don divino. Todo ello aliñado con los mejores ingredientes hedonistas y materialistas que nos llevan a un estado de naturaleza donde todo está permitido, donde no existe el más mínimo referente moral.
Por lo tanto, hay que contraponer una “cultura de la vida”, localizada en el regazo de la familia, frente al “imperio de la muerte”. “Estamos viviendo en una cultura de la muerte pero, a través del amor, se está convirtiendo en una cultura de la vida”. Afirmó Monseñor Groninger al L`Osservatore Romano.
(*) Presidente del Instituto Europeo de Marketing
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