Agüimes, 20 de septiembre de 2011 | Opinión | Antonio Morales Méndez
No creo que a nadie le quepa la menor duda de que en estos momentos y en este país los peores efectos de la crisis están llevando a la exclusión social a miles y miles de ciudadanos, han dejado a más de un millón de hogares sin ingresos y llevado al paro a casi cinco millones de hombres y mujeres. No son precisamente los más ricos los que peor lo están pasando. Mientras los causantes del estropicio han salido de rositas (Europa ha gastado 1,35 billones de euros -el 11% de su PIB- para salvar a la banca), el empobrecimiento de una buena parte de nuestra sociedad y el sacrificio de las clases medias es palmario y preocupante, pues se suma a ello un futuro incierto y una importante pérdida de derechos sociales, laborales, de bienestar y de libertades públicas de incalculables y peligrosas consecuencias.
A Alfred Marshall (1842-1924) se le considera uno de los padres de la economía moderna y se debe a él y no a ningún comunista furibundo esta aseveración: “No hay una necesidad real y, por tanto, ninguna justificación moral, para que la extrema pobreza conviva al lado de la opulencia. Las desigualdades de la riqueza llegan a ser, al menos, un serio defecto de nuestro sistema económico”. No sé si es por esta razón o porque no podrían seguir ganando dinero de no existir una población que consuma o si la Unión Europea entrara en bancarrota, se desmembrara o desapareciera, lo cierto es que en distintos países del viejo continente –y también en Estados Unidos- se han empezado a alzar voces de megarricos llamando a que el Gobierno de turno les suba los impuestos.
Desde hace más de dos años un grupo de 26 millonarios alemanes viene pidiendo a Angela Merkel que se le imponga un gravamen del 5% a los patrimonios que superen el medio millón de euros; Warren Buffett, la tercera fortuna del planeta insistió en otro tanto de lo mismo; al final del verano, los más ricos de Francia pidieron a su Gobierno pagar más impuestos ante la crisis, a lo que accedió inmediatamente Sarkozy subiendo un 3% la tributación a los ciudadanos que ganen más de 500.000 euros, con lo que conseguirá reducir el déficit francés en 16.000 millones en dos años; Italia ha rescatado días atrás un “impuesto solidario” del 3% para los que ingresen más de medio millón de euros al año y EEUU ha anunciado más impuestos a los ricos para crear empleo y ha incentivado la lucha contra el fraude fiscal solicitando a Suiza más datos sobre evasores fiscales de su país.
¿Y en España? Aquí por supuesto todo es diferente. Spain is different. En la última semana de agosto la ministra Salgado declara que España no subirá “por ahora” los impuestos a los ricos.
Presionados por sus colegas europeos, los superricos españoles hacen un amago de reunión, en la primera semana de septiembre, para debatir si piden una subida de impuestos y el resultado es que nones. Que de eso nada. También, por supuesto, los más ricos de Canarias plantean su rechazo a una subida con el argumento de que eso frenaría la recuperación económica. Aunque la CEOE amaga con sugerir un esfuercito mayor a las rentas altas, inmediatamente hace acto de presencia el brazo político de los que la controlan, el PP, para afirmar que una subida impositiva “equivaldría a más paro” y que “no es momento de demagogias”, aunque cuando ellos gobernaban jamás plantearon suprimir un impuesto sobre el patrimonio por el que recaudaron más de ocho mil millones de euros.
Afortunadamente las vísperas electorales han hecho que Alfredo Pérez Rubalcaba se decida a pedir lo que no pidió mientras gobernaba y ha obligado a Zapatero y a Salgado a plantear un impuesto sobre los grandes patrimonios (que en estos momentos en los que escribo aún no se ha concretado) loable pero de dudosa ejecución porque ya anda el PP diciendo que no lo aplicarán si llegan a gobernar, que parece ser que sí, que así será. Y, desde luego, obvia ese impuesto a los ricos que nos facilitaría tantas cosas.
Realmente lo que sucede en España es triste, doloso y preocupante. Aunque Zapatero anunció en 2010 que establecería impuestos para los que más tienen –y la banca reaccionó poniendo en marcha mecanismos para sacar del país el dinero de las grandes fortunas- lo cierto es que la presión fiscal sobre éstas ha caído 10 puntos desde 1995 y que al final fue el españolito de a pie el que padeció la subida generalizada del IVA y la supresión de los 400 euros de desgravación a las rentas del trabajo y el que vio como se aniquilaba de un plumazo el impuesto sobre patrimonio que hoy pretenden electoralmente recuperar.
Indudablemente si se combatieran debidamente los paraísos fiscales y los fraudes masivos la situación del déficit español sería muy distinta. Si bien es cierto que en el mes de marzo de 2010 el Gobierno socialista firmó la convención contra la evasión fiscal de la OCDE, y que la Agencia Tributaria entró a saco cuando, a través de Francia, se detectaron 3.000 fortunas en Suiza obligándolas a regularizar 8.000 millones en ese mismo mes, no lo es menos que Elena Salgado frenó la propuesta de ampliar de cinco a diez años la prescripción de los delitos de fraude a Hacienda. En la época de la burbuja inmobiliaria, según los técnicos de ese ministerio, la evasión fiscal en el sector rondaba anualmente los 8.600 millones de euros. Según los cálculos de este colectivo, agrupados en GESTHA, las grandes empresas defraudan el triple que autónomos y pymes y evaden impuestos cada año por un total de 42.700 millones de euros, un 72% del total defraudado cada año. Por otra parte, señalan que estas grandes empresas, gracias a sus servicios legales especializados consiguen eludir el Impuesto de Sociedades para pagar, en vez del 30% que les corresponde, apenas un 11,6%. Y luego están las sicav, las Sociedades de Inversión Mobiliaria de Capital Variable, que se inventó en 1985 Felipe González para evitar la fuga de dinero al permitírseles pagar el mínimo de impuestos por su patrimonio, pero que se ha convertido en un instrumento más de evasión fiscal. Juegan a la reducción de capital, retiran el dinero y apenas tributan un 1%. Según el diario Público, los ricos españoles tienen 3.158 sicav y al cierre del primer trimestre de este año, contaban en ellas con 26.332 millones que no tributan, una
cuantía superior a los 24.132 millones de euros que supone el déficit del Estado. Y podríamos seguir y seguir y la lista se haría interminable y si descendiéramos también en la escala de las fortunas comprobaríamos cómo numerosos empresarios declaran ganar menos que muchos trabajadores y pensionistas…
Está clarísimo. Disminuir el déficit significa reducir el gasto social, cercenar el Estado de Bienestar, poner freno a las inversiones públicas que generan economía y empleo, recortar en educación, sanidad o servicios sociales, empobrecer a la sociedad y anular a las clases medias. Como apuntan Pablo Beramendi y David Rueda, en España el nivel de fraude se cifra entre el 4% y el 8% del PIB y se grava el trabajo y el consumo al 37%, por encima de EEUU, y el capital al 17%, el valor más bajo de toda la OCDE, lo que explica que haya que acudir al déficit para salir adelante. Para una mayor justicia social es necesaria una mayor justicia fiscal que persiga la corrupción, el fraude y la evasión de capitales; que haga que los que más ganan paguen más impuestos; que haya más transparencia y rigurosidad en el control de las ganancias; que se combatan decididamente los paraísos fiscales. Pero me temo que va a ser muy difícil. La socialdemocracia cuando ha gobernado no lo ha conseguido, la derecha cuando gobierne mirará para otro lado.
(*) Alcalde de Agüimes
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