Agüimes, 9 de abril de 2012 / Artículo de Opinión / Antonio Morales Méndez (*)
Desde que Felipe González iniciara durante su mandato el proceso de privatización de las
eléctricas públicas españolas dando entrada al capital privado en las compañías y desde que José
María Aznar culminara, a partir de 1996, el proceso de su desnacionalización total, -por aquello de
la globalización, la liberalización a la que obligaba el neoliberalismo rampante y la necesidad de
hacer caja-, la constatación del sometimiento de los poderes públicos y la mayoría de los partidos
políticos al lobby eléctrico se hace cada día más palpable.
Para Sharon Beder , autora del libro “Energía y poder: la lucha por el control de la electricidad
en el mundo” (Fondo de Cultura Económica), ningún país en el que se haya privatizado el sector
eléctrico ha obtenido los beneficios esperados: “los precios se incrementan, los servicios se vuelven
menos confiables, se producen apagones, hay menos inversión en infraestructura de generación y se
pierden miles de empleos”. Según esta investigadora australiana y profesora universitaria de
Ciencia, Tecnología y Sociedad: “la privatización puede ser considerada una estafa perpetrada para
despojar a la sociedad de su legítimo control sobre un servicio público esencial. Es un truco
concebido y ejecutado por grupos de poder que buscan beneficiarse del control privado”.
Se trata de la mejor descripción que se haya podido hacer de lo que está sucediendo con la
energía en España desde finales de la década de los noventa donde un trust de empresas, actuando
en régimen de monopolio, ha conseguido pactar precios de manera fraudulenta en el mercado
mayorista e imponer tarifas, tecnologías, déficits ficticios, hachazos a las renovables emergentes y
hasta sustituir al Gobierno nombrando o cesando ministros, directores generales y secretarios de
Estado.
Con la llegada al poder del gobierno de Mariano Rajoy el dominio del lobby y su capacidad de
influir, lejos de reducirse, se ha incrementado y ha ganado posiciones, aunque nos lo hayan
pretendido disimular con una especie de batallita mediática de enfrentamiento controlado en las
últimas semanas.
Efectivamente, después de que, con la inestimable ayuda del ministro Soria, consiguiera dar
un hachazo mortal de necesidad a las renovables poniendo en jaque a un sector industrial puntero, al
empleo, al desarrollo tecnológico que genera y al medio ambiente, este oligopolio dedicó todo su
esfuerzo y estrategia a demandar un nuevo aumento del recibo de la luz haciendo referencia una y
otra vez al dichoso déficit tarifario, que se inventaron, por cierto, conjuntamente con Rodrigo Rato
cuando este era ministro de Aznar. Para el periodista Jesús Mota (El yugo de la tarifa eléctrica. El
País), que lo explica muy bien, “desde 1998 la única tarea de las empresas reguladas ha sido
acumular derechos reconocidos de retribución (cuyas consecuencias se conocen como déficit de
tarifa) y hostigar a la Administración (Industria, Hacienda, Economía) para que se titulicen esos
derechos al precio que sea, con la seguridad de que los sobrecostes y gabelas financieras caerán
como un rayo sobre los bolsillos de los consumidores. El truco para esculpir tales derechos en el
recibo de la luz se esconde detrás de la confusión entre costes reconocidos (montados sobre una
ficción de precio de mercado, es decir, del mencionado rastrillo y de la campanuda subasta
CESUR) y costes realmente incurridos. Las compañías eléctricas tienen en su mano elevar los
costes o precios reconocidos. Pero lo que debería contar son los costes realmente incurridos,
desconocidos por la opinión pública y (es de temer) por el Gobierno. Por esa razón la trivial
proclama del consejero delegado de Endesa, Borja Prado, pronunciada con enfática seriedad, de que
el Gobierno tiene que subir los precios de la electricidad para acabar con el déficit de tarifa, se
merece como respuesta que la mejor manera de acabar con el déficit es que las empresas dejen de
fabricarse e inflarse derechos reconocidos utilizando las grietas de la regulación. O que el Gobierno
se lo impida, algo de lo que, al parecer, es incapaz”.
Comienzan entonces los socios de Unesa, la patronal de las eléctricas, desde hace unos meses
y sin ningún pudor, a salir en los medios de comunicación, de manera orquestada, para demandar
nuevos aumentos del recibo de la luz. Y no se cortan, un día tras otro, para pedir “sacrificios”, para
que la electricidad suba un 20% y paliar el déficit y para amenazar con huidas de inversión y
procesos judiciales si no se les hace el gusto. En este jueguito de distracción interviene también el
ministro de Industria advirtiendo que será duro con las eléctricas y que, faltaría más, no les va a
hacer caso y que además les hará devolver el dinero que han cobrado indebidamente a través de los
Costes de Transición a la Competencia. Incluso Rajoy sale a la palestra para decirnos que el
Gobierno no teme a las presiones y que él “no se asusta fácilmente por las presiones de los lobbys
ni de los no lobbys”.
Pura comedia. A pesar de que la CNE (a la que han decidido cargarse en breve tiempo para
que nos quedemos sin órganos de control y fiscalización) advirtiera que la factura de la luz en
España ha crecido desde 2003 en un 70,7%, que está en el umbral más elevado de Europa (solo la
tiene más cara que nosotros Malta y Chipre, como reconoció el propio Rajoy en su discurso de
investidura) y que la subida recaería especialmente sobre los consumidores, con grave riesgo para la
economía, lo cierto es que el último Consejo de ministros decidió aumentar el recibo de la luz en un
7%, afectando especialmente a la ciudadanía.
Y de nuevo la ópera bufa. El cártel eléctrico se rasga las vestiduras, amenaza con los tribunales y tiene la caradura de hacer un comunicado acusando al Gobierno de atacar a las eléctricas y consumidores y de salvar a las renovables (su obsesión) y amenaza con adaptarse al nuevo modelo con menos inversiones, destrucción de empleos, más apagones…
No nos dice, claro, que, como advirtió la CNE, el incremento es durísimo para un país con más de cinco millones de parados y que la subida real de los peajes será del 21%; que el bono social para tres millones de ciudadanos pasa de ser soportado por las empresas de generación a ser asumido por el resto de los
consumidores; que el aumento de tarifa de 1.400 millones de euros lo afrontarán 20 millones de
hogares y miles de pymes; que sus centrales de gas y carbón han producido un déficit de 6.000
millones y lo seguirán aumentando en los próximos años, mientras se cuestiona a las renovables;
que las centrales hidroeléctricas y nucleares siguen obteniendo unos beneficios extraordinarios de
más de 3.500 millones de euros (windfall benefits) a pesar de estar amortizadas, porque se vende su
energía al precio del petróleo -cuando son mucho más baratas- y a pesar de que no pagan ningún
canon por utilizar un recurso público como el agua; que para facilitar el paso del sector al nuevo
modelo de “liberalización” se les pagó a las grandes empresas unas compensaciones por los costes
de transición de las que han cobrado más de 3.000 millones en exceso que tendrían que devolver y
que no han devuelto; que han ganado miles y miles de millones con la distribución que ellos
mismos cuantificaban sin tener en cuenta el consumo real; que cobraban y cobran ingentes
cantidades por una interrumpibilidad que hace años que no han utilizado; que siguen cobrando
muchísimo por tener las centrales siempre disponibles aunque no se necesiten; que cobran los
retrasos muy por encima del precio legal del dinero (se calcula que han percibido por este concepto
más de 5.000 millones); que imponen los precios en unas subastas tramposas eligiendo siempre el
momento en el que estos están más altos; que realizan inversiones y prácticas empresariales
cuestionables que luego terminamos pagando los consumidores…
Y claro, mientras vemos que entre los directivos mejor pagados de España figuran señores como José Ignacio Sánchez Galán (Iberdrola) que se lleva para su casa algo así como nueve millones y medio de euros al año y Antoni Brufau (Repsol), más de quince millones y así el resto. Ejemplificante.
(*) Alcalde de Agüimes
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