Madrid, 19 de abril de 2012 / Prensa / Fernando de Haro
Parece que las aguas se reconducen. Don Juan Carlos salió del hospital este miércoles pidiendo perdón con las once palabras que van a hacer historia: "Lo siento mucho. Me he equivocado y no volverá a ocurrir". Y el desbordamiento institucional, después de la cacería en Botsuana y la vuelta de urgencia, parece que va disminuyendo.
Lo de pedir disculpas ha sido un acierto. Quizás se nota ya la mano del cambio en la Casa Real, la entrada de Javier Ayuso. Quizás puede ser un punto de inflexión en este annus horribilis en el que el caso Urdargarín, o lo que es lo mismo la venganza de Matas, tanto daño ha hecho a la Corona. Quizás se den cuentan de que el capital moral de la transición no es eterno, de que el "donjuancarlismo" no se puede estirar más y de que hay que precisar qué se entiende por familia real y fijar los perfiles de la institución.
La democracia española es todavía muy joven y se nota. Que lo de cacería fue un error lo ha reconocido el propio monarca. Lo sorprendente es el escándalo que se ha montado con el que probablemente haya sido uno de su errores menores. Porque el Rey ha cometido otros más importantes y nunca se montó la que se ha montado. Los españoles han tenido siempre la conciencia de que solo han tenido dos reyes santos. Uno fue Fernando III, y la otra era reina y no la han dejado subir a los altares: Isabel la Católica. Del Rey, lo que de verdad importa es que sirva al bien del pueblo. Y eso si está acompañado de las buenas costumbres, pues mejor. Pero lo decisivo, y por eso la monarquía tiene sentido, es corregir la historia que empieza con la llegada de José I, con la invasión napoleónica. Una figura que encarne la superación de las dos Españas.
Lo sorprendente es este hacerse cruces por la falta de "moralidad", por el coste de la cacería, por la vida del elefante y demás historias. Como si al final los españoles nos hubiéramos tragado la historia, que desde hace años repiten los predicadores laicos, de que la crisis es un problema ético. Con ese cuento, claro, el Rey es culpable de un delito casi imperdonable.
Más que el error del monarca lo que sorprende es la desorientación de la opinión pública o publicada, la "sobrerreacción" que ha tenido -así es como lo llaman ahora en los mercados- por la borrachera ética que domina en el ambiente. Al Estado y a su Jefe se le puede pedir, claro, discreción. Pero sobre todo estabilidad y paz. Como a los emperadores en Roma. La cabra hispánica tira al monte del moralismo y ahora nos ha dado por pensar que lo de la crisis va, sobre todo, por esa ladera. La codicia es un pecado muy feo. Eso ya lo sabemos, y hablamos mucho de eso. No se habla de otra cosa. Pero de lo que no hablamos casi nada es de dónde sacamos las energías para levantar el país, para crear y construir. Y eso no es una cuestión moral, o a lo mejor sí, pero no de lo que entendemos habitualmente por moral.
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