Málaga (Andalucía), 19 de abril de 2014 / Cartas al Director / José Vicente Cobo
A través del acto redentor de Jesús de Nazaret en el Gólgota se evitó una disolución ulterior de todas las formas de vida. Este es un mensaje muy decisivo, que sólo por medio de la profecía dada en la actualidad, es transmitido otra vez a la humanidad.
Cristo no murió como un cordero de sacrificio para un Dios iracundo como lo exponen las Iglesias. Él murió en la fidelidad de Su tarea ante el Padre, porque los hombres no aceptaron Su mensaje. Para evitar que continuara un desarrollo de la humanidad hacia lo inferior, Él puso Su amor, en forma del destello redentor, a disposición de todas las almas y hombres. De este modo Él concedió a cada hombre y a cada alma la fuerza para volver libremente a Dios.
Los seres divinos que se habían puesto contra Dios querían la disolución de todas las formas creadas por Él, es decir, de todos los seres divinos, de la naturaleza celestial y de los planetas en los que viven los seres espirituales. Querían que todo lo creado regresara a la corriente original de la que el Eterno creó formas espirituales, divinas, puras, es decir ley divina eterna del amor que tomó forma. ¿Y esto por qué? Porque no aceptaban ser únicamente hijos de Dios, ellos mismos querían ser Dios, tener la capacidad para crear y ser omnipresentes.
Pero Cristo no ha borrado simplemente nuestros pecados, Él nos ayuda a cada uno de nosotros, enseñándonos una y otra vez a tomar en cuenta los Mandamientos de Dios, a reconocer en profundidad Sus enseñanzas, el Sermón de la Montaña, y a aplicarlos, para irnos así purificando y volver al origen, al Hogar eterno, donde todos regresaremos gracias a la obra del Padre eterno, realizada a través de Su Hijo por la redención. Todos nosotros vamos de regreso al Padre, desde donde partimos, pues en cada uno de nosotros hay un ser luminoso. Éste vuelve al Hogar del Padre. Pues Dios no crea ningún alma; Él creó el ser luminoso que está en lo profundo del alma.
Cada uno de nosotros es el templo de Dios. Dios vive en nosotros. Cuanto más cumplamos la voluntad de Dios, rigiéndonos por Sus legitimidades de la vida, por los Mandamientos y las enseñanzas de Jesús, tanto más nos acercamos a nuestro Padre celestial y tanto más consecuentes nos dejamos conducir por la mano de nuestro Redentor. Así podremos salir de la rueda de la reencarnación para dirigirnos hacia el Reino de la luz, hacia Dios, hacia Aquel que desde hace eternidades nos contempló y nos creó. Es muy consolador para nosotros los seres humanos, que después de la vida terrenal –en tanto se hayan cumplido los Mandamientos y las legitimidades de Dios– el alma pueda emprender el regreso al Hogar. Cristo dijo: «En la casa de Mi Padre hay muchas moradas. Si no fuera así, os lo hubiese dicho; porque voy a prepararos un lugar. Y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo, estéis también vosotros». (Jn 14,2)
Las viviendas en el Hogar eterno están por lo tanto libres y nuestras familias espirituales nos esperan. Tienen ansias de volver a vernos y anhelan la gran unidad cósmica en la Casa del Padre, que es el infinitamente grande Reino de Dios. La fuerza de Dios nos irradia, por eso vinieron una y otra vez los verdaderos profetas y enseñaron a los seres humanos: «¡Cambiad vuestro comportamiento. Dirigíos a Dios. Dios es amor. El Padre os ama. Él ama a Su hijo creado!».
Él sería un Dios cruel si nos castigase o nos enviara a la condenación eterna. Pero no, Él es nuestro Padre que nos ama. Sólo nosotros mismos nos podemos en cierto modo maldecir cuando nos dirigimos a ámbitos oscuros de la existencia, lejos de Dios mediante nuestros propios pensamientos, palabras y actos oscuros, que son contrarios a la ley de la vida, nuestra verdadera herencia divina, que es amor desinteresado. Pero esta oscuridad surgida por propia culpa tampoco será eterna, pues la condenación eterna no existe, tal vez haya una larga y miserable existencia en tanto prefiramos las sombras. ¡Pero Dios es luz! Luz es amor y amor es calor, eso es Dios, nuestro Padre. Él nos ama y nos llama. Él nos envió a Su Hijo, el Corregente de los Cielos, para darnos la fuerza parcial de la fuerza primaria, una parte de Su herencia divina, para que tengamos una ayuda en el camino de regreso a la eternidad. Y esta ayuda es Cristo, nuestro Redentor, la luz de la redención en nosotros.
Cuanto más puros nos vayamos haciendo, más fácilmente falleceremos cuando llegue nuestra hora, pues sentiremos que Cristo nos toma de la mano y nos conduce paso a paso al Hogar del Padre. Entonces habrán acabado las encarnaciones y podremos dirigirnos directamente de regreso al Reino de Dios.
Radio Santec
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