Tensión máxima en el este de Ucrania, donde se han producido varias muertes en una escalada de violencia que hace presagiar lo peor. El Presidente ruso, Vladimir Putin, anuncia consecuencias por las operaciones del Gobierno ucraniano contra las milicias prorrusas. Los rebeldes se niegan a desarmarse a cambio de una reforma federal, tal como las partes acordaron el 17 de abril en Ginebra. Su estrategia es impedir que se celebren en un clima de sosiego las elecciones presidenciales previstas el 25 de mayo, en las que son favoritos los grupos pro-occidentales.
El secuestro, tortura y asesinato de un diputado no ha dejado otra alternativa a Kiev que la intervención, a la cual, el ministro de Exteriores ruso ha respondido amenazando con un despliegue de tropas como el de Georgia, en agosto de 2008. Según Kiev, ya hay, de hecho, militares rusos combatiendo junto a las milicias. Sea o no cierto, los hechos responden a la misma lógica que lleva aplicando Rusia desde la disolución de la URSS.
Si el antiguo régimen deportó a masas de gente y trazó arbitrarias fronteras para debilitar la disidencia, los Gobiernos rusos han utilizado las tensiones étnicas heredadas de aquellas políticas, azuzando conflictos locales que después pudieran justificar una intervención rusa. A medio plazo, los analistas coinciden en que esta política será suicida para Moscú, pero mientras tanto el problema lo tiene toda Europa, sin que la UE se atreva a exigir a Rusia el respeto al derecho internacional.