Las Palmas de GC (Canarias), 23 de octubre de 2014 / Artículo de Opinión / Xavier Aparici Gisbert
En los estudios de Sociología sobre el ámbito
político, el poder se entiende, genéricamente, como la habilidad de influir en
el comportamiento de otras personas, o grupos, de manera deliberada y en la
dirección prevista. En términos de Max Weber, “Por poder se entiende cada
oportunidad o posibilidad existente en una relación social que permite a un
individuo cumplir su propia voluntad”.
En Filosofía, el poder se expresa en la potencia, en
la fuerza o la capacidad para conseguir algo. Potencia que, ya Aristóteles consideraba,
se puede expresar de dos modos: como el poder de una entidad de producir un
cambio en su entorno y como la potencialidad interna de pasar de uno a otro
estado. Así, resulta que hay una expresión externa del poder y una dimensión
endógena del mismo.
Los dos conceptos de libertad que elaboró Isaiah Berlin,
tienen que ver con esta doble caracterización. La libertad positiva, es la
capacidad personal de ser dueño de la voluntad propia y de controlar y
determinar las propias acciones. Socialmente, devendría en autonomía colectiva.
Y la libertad negativa, se define por la ausencia de coacción, en el sentido de
que somos libres en la medida en que nada o nadie nos restringe.
Desde la noche de los tiempos, el ejercicio de los
anhelos de independencia y de influencia –y de los derechos políticos que los
reconocen- ha estado sometido a controversias y conflictos. Pues, desde que
existe el orden social jerárquico, el aumento de autonomía de las personas, y
los grupos que forman, termina cuestionando, inevitablemente, el estado social.
Respetar la pluralidad de intereses y gestionar los enfrentamientos que
ocasionan de un modo igualatorio, son algunas de las virtudes de los regímenes democráticos.
En su seno, las organizaciones políticas expresan los aciertos, contradicciones
y miserias de cómo se concibe y se practica ese poder de desenvolverse y de
determinar.
En nuestros lares, lo que, hasta el momento, está
ocurriendo en la Asamblea que fundará como partido al último fenómeno político popular,
denominado Podemos, es un buen ejemplo de las tensiones internas y externas que
concita la concentración de poder y su ejercicio. Se están visualizando como
antagónicos dos modos de entender, hacia dentro y hacia fuera, el modelo de
organización y de coordinación: una propuesta de partido más personalista y
piramidal, con un secretario general al frente y un Consejo ejecutivo de 15 personas,
promocionada por el núcleo duro de su mediático líder, Pablo Iglesias, se
enfrenta a concepciones que pretenden una mayor horizontalidad en el partido. Resulta,
al menos, paradójico que los detentadores “oficiales” de la confianza y el
apoyo que llevó a las candidaturas de “Podemos” a ser las terceras más votadas
en las pasadas elecciones al Parlamento Europeo, no se lo acaben de creer, y
que su ponencia “Claro que podemos” empiece, trágicamente, a considerarse más
como un “Hasta aquí podemos”, que como otra cosa.
Al respecto, el sociólogo Boaventura da Sousa Santos
llama la atención sobre los procesos de institucionalización de los movimientos
emancipatorios, haciendo ver que, muy a menudo, las revoluciones, cuando
triunfan, se vuelven meros regímenes autoritarios y reformistas. Y es que,
todavía, se nos olvida que, como nos recuerda Ghandi, antes de querer administrar
a los demás, de mandar a los de afuera, personal y colectivamente, “Tú debes
ser el cambio que quieres ver en el mundo”.
(*) filósofo y emprendedor social.
http://bienvenidosapantopia.blogspot.com
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