Las Palmas de Gran Canaria (Canarias), 16 de abril de 2015 / Artículo de Opinión / Xavier Aparici Gisbert, filósofo y emprendedor social.
Desde la consolidación de las jerarquizadas y beligerantes primeras Ciudades Estado, la historia social de la humanidad ha puesto de manifiesto, en lo que atañe a las circunstancias de vida de las poblaciones, dos dinámicas antagónicas: la involución en las condiciones de explotación y opresión de la mayoría de la sociedad, frente al progreso hacia la solidaridad y emancipación generales. Las luchas por restringir o extender los niveles de dignidad y poder han caracterizado múltiples periodos del pasado y los conflictos ocasionados por estos anhelos están aún omnipresentes en múltiples disensos sociales dentro de las naciones y entre ellas.
Desde el siglo XVIII, en el Occidente cultural se produjeron sucesivos movimientos de liberación, en parte, propiciados por la consolidación del dualismo religioso en los espacios compartidos por los más poderosos países de Europa. A esta primera fractura de la visión teocrática del poder social, que permitió con el tiempo que la religión pasara a ser un asunto particular y no del estado, le siguieron otras más. La crisis de las monarquías y la emergencia de los parlamentos y las repúblicas trajeron la emancipación de la condición servil y el reconocimiento de las dignidades ciudadanas. Y, entre finales del siglo XIX y bien entrado el XX, por fin, la condición femenina dejo de ser objeto de discriminación legal. Por el camino, con una desgana escandalosa, la esclavización de unos seres humanos por otros se declaró, así mismo, oficialmente ilegítima.
La posguerra de la pavorosa segunda conflagración mundial de mediados del pasado siglo trajo para múltiples países occidentales, la consolidación de una nueva naturaleza de derechos –los sociales-, que tuvieron su expresión material en los conocidos como Estados del Bienestar y su fundamento político en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Por primera vez en la historia, los ciudadanos y las ciudadanas de a pié tenían derechos equivalentes entre sí y equiparables a las élites de poder; por primera vez, la protección de las circunstancias básicas de vida digna se universalizaban “de la cuna a la tumba”.
La alegría duro tres décadas “gloriosas”, pero, a finales de los años 70, la reacción de los más ricos -asistidos por sus grupos de presión política, social y cultural y por sus conglomerados empresariales- empezó sus labores de zapa y usurpación de los órdenes institucionales de derecho democrático: había surgido el Neoliberalismo, que -como estamos descubriendo desde la última gran crisis general- no libera nada que no sea la más inmisericorde dictadura plutocrática.
La mundialización de sus intereses avanza en la dirección de imponer, internacionalmente, un “derecho corporativo global” por encima de la legalidad institucional de los Estados, fundada en la soberanía de sus poblaciones. Vuelven a pretender, ahora a escala planetaria, que se les deje hacer, como en el opresivo siglo XIX, “libremente”, a su gusto y a sus anchas. Entonces, aquel estado de cosas trajo notables corrupciones políticas, importantes depresiones económicas y dos Guerras Mundiales. Esperemos que las nuevas cotas alcanzadas de conciencia democrática y humanitaria en el tiempo presente nos eviten esa “caída en los infiernos”, previa a la anhelada emancipación general.
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