Canarias, 27 de diciembre de 2011 | Opinión | Xavier Aparici Gisbert (*).
En el hemisferio norte de nuestra Tierra estos días coinciden dos fenómenos de notoria relevancia y de muy distinta entidad. Por un lado, debido a la dinámica estacional de los trópicos del planeta, con la reversión de la tendencia de alargamiento de las noches y de acortamiento de los días, con el solsticio de diciembre, iniciamos el periodo invernal. Por el otro, también en estas fechas, las sociedades de cultura cristiana celebramos las fiestas navideñas, eventos festivos de origen mágico y religioso, que en los países occidentales cada vez más se están circunscribiendo a términos profanos, a encuentros intrafamiliares entorno a un consumo extraordinario de comida, licores y regalos.
En el Norte este es el tiempo del frio y de la penumbra en el ambiente, aunque con enormes diferencias que van desde la más severa inclemencia y oscuridad en los países escandinavos al mero fresquito nocturno de nuestras Canarias. Aún así, apetece más recogerse en casa, al abrigo de la intemperie y rodeado de la gente propia. Aunque, en demasiadas ocasiones, en Navidad se está con quién se está porque no hay más remedio y se interactúa más con el televisor, el vaso y el plato que con las personas de alrededor, pues uno no elige a su familia consanguínea, ni se puede marchar de su propia casa, si es la única que tiene.
En el Sur, aunque toca verano, por cuestiones históricas de colonialismo cultural, también en múltiples países se engalanan pinos, se montan belenes y se espera a Papá Noel y a sus renos polares, pero debe ser como de chiste: mientras los que invernamos en frío invocamos al Sol en las chimeneas y los climatizadores, ellos, entre sudores, representan parajes nevados.
Con todo y con los excesos nutricionales, etílicos y consumistas, por la auténtica alegría de compartir, por el reencuentro con gente querida o por su añoranza, por el disfrute de mantener la ilusión en nuestros infantes, por la promesa de renovación que atribuimos al cambio de año y a la primavera venidera, estos días y noches son también para la ternura y los renovados deseos de confraternización. Para redescubrir y destapar nuestra faceta amorosa y solidaria, porque también es nuestra y porque hace falta: cuidarnos porque nos queremos y porque queremos hacerlo. Y porque esa es la única manera humanitaria de mejorar este mundo, aún preso de la intransigencia de los autoritarios y de la avidez de los parásitos, los cuales, muy a menudo, son cómplices en el artero oficio de no vivir, a pesar de lo que poseen, ni dejarnos vivir al resto.
No hay más que abrir nuestros ojos para verlo. En Noche Buena, camino de la casa familiar para la cena, aparcamos el coche frente a una céntrica oficina de correos. Cargados de comida, bebida y pasteles, pasamos al lado de tres personas mayores que sobre cartones, cubiertos con mantas y rodeados de sus escasas pertenencias, dormitaban sobre la acera junto al edificio. Aunque no hacía mucho frío, ni nos miraron al pasar, se nos heló el corazón y sentimos vergüenza. Así que no solo se trata de deseos. Se trata de responsabilidad y de coherencia. ¡Feliz (y solidario) año nuevo!
(*) Filósofo y Secretario de Redes Ciudadanas de Solidaridad.
http://bienvenidosapantopia.blogspot.com
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