Madrid (España), 2 de noviembre de 2015 / Cartas al Director / Josefa Romo
Este año, en el calendario laboral, la Fiesta de Todos los Santos se puso el 2 de noviembre. Cuando oímos hablar de santos, evocamos esas figuras que, sobre los altares o en museos, aparecen coronadas y con los ojos fijos en el crucifijo o elevados al cielo. Tenemos la impresión de que sus vidas nada tienen en común con la nuestra.
El Día de Todos los Santos, la Iglesia venera, también, a aquella legión de personas estupendas, santas, que no figuran en el santoral pero que ya gozan de la presencia de Dios. Muchos se encomiendan a algún familiar difunto o amigo porque fueron testigos de su coherencia con la fe cristiana que profesaban. Sencillos, como la mayoría, pasaban desapercibidos; pero dejaban, a su paso, una estela de luz y el consuelo de su amor sincero para los tristes y necesitados.
Encarnados en la vida familiar, profesional y social, fueron referentes de virtud y se ganaron la estima de muchos; también, sufrieron el desprecio y maltrato de conocidos que no soportaban verse sucios en ese espejo de vida limpia. Las personas santas ejercen gran influencia con su ejemplo de honradez, con la sensatez de sus consejos, con el bálsamo de su misericordia, con la fuerza de su oración confiada. Todos estamos llamados a la santidad, a "cultivar, con paciencia, el detalle menudo, de apariencia insignificante, pero de trascendencia eterna" (Siervo de Dios, jesuita Padre Tomás Morales).
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